Hace un par de semanas compartí en este espacio mi conversación con Susana Draper sobre la necesidad de pensar en futuros y estrategias no punitivistas.
Conectada a esta idea de encontrar otras formas de responder a la violencia, tuve la oportunidad de leer “Contra el mito de la fuerza viril. Autodefensa en clave feminista.” En esta publicación, la filósofa italiana Alessandra Chiricosta explora las nociones de fuerza y combate para encontrar una fuerza propia que permita desafiar el orden patriarcal de forma colectiva y evitar el enfrentamiento directo. Un libro breve pero que requirió de toda mi atención para poder interiorizar los conceptos que plantea Alessandra.
Pude enviarle mis cuestionamiento a la autora y hoy comparto contigo sus respuestas.
Esta entrevista ha sido editada y condensada.
Pamela: Hablas sobre la existencia de un relato anónimo o narración colectiva, entiendo que ésta es luego relegada por un mythos que define nuestra racionalidad occidental. ¿Cómo podemos recuperar los relatos colectivos sobre cooperación que fueron relegados por el mythos de la opresión?
Alessandra: Cuando hablo de mythos, como el de la fuerza viril, me refiero a una narrativa que se hace dominante sobre un determinado fenómeno, ocultando o haciendo residuales otras narrativas posibles incluso desde el mismo punto de vista lógico. El fenómeno se considera "natural" únicamente a la luz de esta interpretación.
En cierto modo, podríamos decir que el mythos de la fuerza viril se desarrolló junto con los patriarcados, reinterpretando incluso narraciones que podrían haber dicho otra cosa, como las relativas a las Amazonas o la reinterpretación de muchas figuras míticas del pasado.
Atenea, por ejemplo, según algunas interpretaciones, fue una divinidad guerrera, posteriormente incluida en el panteón olímpico como nacida de la cabeza de su padre y virgen. Sólo en estas condiciones pudo mantener su papel de divinidad de la estrategia militar en una cultura, como la ateniense, fuertemente misógina y que negaba a las mujeres la posibilidad de luchar.
Ya en los años setenta, muchas estudiosas feministas empezaron a desmontar muchos de los prejuicios sexistas que afectaban a las disciplinas en las que trabajaban, sacando a la luz historias diferentes que cuestionaban todo el paradigma.
Además, las historias que contrastan con el mythos de la fuerza viril no pertenecen sólo a la Antigüedad, sino que salpican toda la historia de la humanidad. En este sentido, la labor del historiador* adquiere valor, al igual que la labor etnográfica, etc.
Estoy pensando en la importancia, por ejemplo, de haber redescubierto que la autodefensa feminista en el Reino Unido y los Estados Unidos comenzó a principios del siglo XX, gracias también al encuentro con el jiu-jitsu japonés. Esto ha permitido leer el fenómeno de una manera totalmente diferente a como se había hecho anteriormente, y también ha puesto de relieve hasta qué punto sigue activa una especie de "censura" sobre ciertas realidades.
Creo que es necesario profundizar en este tipo de investigaciones en todos los sectores, entrelazando datos entre varias disciplinas y, sobre todo, en muy diversas zonas del mundo, como una forma de descolonización que ayude a recuperar, en la medida de lo posible, visiones ocultas pero que han dejado huella.
Pamela: Mencionas cómo la fuerza desde una visión viril o masculinizada es necesariamente la inferiorización del otro, lo que lleva la creación de jerarquías. ¿De qué otras formas esta concepción sobre la fuerza ha influido en las dinámicas de opresión que vivimos?
Alessandra: La lista es larga, es una visión que caracteriza tantos contextos. Empezando por las raíces, pensemos en la relación que tiene occidente con la tierra, la naturaleza, vista no como una realidad viva de la que formamos parte, sino como un objeto que hay que dominar, explotar, estudiar utilizando formas de análisis muy violentas. Es la base, por supuesto, de toda empresa colonial basada en la deshumanización de los pueblos indígenas (de la que hablan Quijano y Lugones, por ejemplo).
La encontramos en el concepto de raza y en la racionalización, el capacitismo, la heteronormatividad, el clasismo, en fin, es una modalidad relacional basada en muchos órdenes jerárquicos, que se entrelazan y se apoyan mutuamente.
“Es permaneciendo enraizada en el sentido y la forma del proyecto que pretendo realizar, como recurro a una fuerza de otro tipo, y no creando o identificando un enemigo al que destruir, que a menudo corre el riesgo de convertirse en el espejo en el que me reflejo y dicta la agenda de mis prioridades”.
Pamela: Por otro lado, hablas de la autodefensa como un tipo de fuerza que no busca la aniquilación sino más bien la libertad y la autodeterminación. ¿Puedes decirme un poco más sobre este acercamiento a la idea de autodefensa? También sobre la posibilidad de separar la violencia de la potencialidad de combate.
Alessandra: Una autodefensa que sigue la lógica de la fuerza-violencia no es más que otra forma de la misma fuerza, que no cambia la lógica en juego y sus consecuencias, sino que sólo invierte los papeles de los actores.
Es la persistencia del mito de la fuerza viril, su naturalización, lo que dificulta pensar en diferentes formas de fuerza. Evidentemente, para comprender lo que entendemos por fuerzas de combate no violentas, pero eficaces, es necesario redibujar toda la cartografía de lo que definimos como fuerza de combate, violencia y eficacia, términos casi totalmente colonizados por el discurso androcéntrico dominante.
Se piensa poco, por ejemplo, en el hecho de que definimos si un acto es violento o no, no tanto en función del acto en sí, sino en función de quién lo realiza, lo que conduce a escenarios paradójicos. Por ejemplo, si una subjetividad considerada "fuerte" (un varón cis-blanco) se defiende de una agresión, se aprecia su valentía, su disposición. Cuando lo hace una mujer, u otra subjetividad inferiorizada, se cuestiona inmediatamente la legitimidad de esta acción, que a menudo es señalada por violenta.
Las sufragistas británicas de principios del siglo XX practicaban el jiu-jitsu como la policía británica, pero las dos experiencias hablan de enfoques radicalmente diferentes. La filósofa Angela Putino habría dicho que los primeros ejemplificaban una función militarizada, y las segundas una función guerrera. Las jiujitsufragistas, como se las llamaba, querían eliminar una opresión, obtener el derecho al voto, y lo hicieron por todos los medios posibles que no se basaban en la aniquilación del enemigo. No polarizaron el enfrentamiento entre nosotras y ellos, sino que razonaron y actuaron en otros términos, entendiendo cómo atacar los mecanismos que producían ese poder, o mejor dicho, el impacto de ese poder sobre ellas. Fue un proceso que empezó, en primer lugar, por liberar sus mentes, reconociendo cómo la opresión actuaba sobre ellas y articulando caminos imprevistos, sin insistir en una visión heroica en la que, desgraciadamente, muchos movimientos de resistencia siguen presos.
Es permaneciendo enraizada en el sentido y la forma del proyecto que pretendo realizar, como recurro a una fuerza de otro tipo, y no creando o identificando un enemigo al que destruir, que a menudo corre el riesgo de convertirse en el espejo en el que me reflejo y dicta la agenda de mis prioridades. Si alguna fuerza se opone, comprendo de dónde viene y la devuelvo al emisor, desviando su impacto. En este sentido, no actúo en contra: lo que impacta a la persona que ha impulsado una fuerza agresiva contra mí no es más que lo que ella ha puesto, amplificado por el movimiento que yo genero para alejar el peligro de mí.
Es un concepto no fácil de expresar con palabras, pero muy fácil de entender con el cuerpo: muchas artes marciales asiáticas, como el jiu-jitsu, el taijiquan, el aikido se basan precisamente en esta idea y en la práctica de la fuerza. Cuando hablo de acción no violenta, pues, no me refiero a una acción que no sea física, sino todo lo contrario. Creo que uno de los mayores problemas para articular un discurso diferente sobre la fuerza en la lucha radica en que damos por sentadas muchas divisiones conceptuales que son operativas y que sostienen el mythos de la fuerza viril. Por ejemplo: cuando pensamos en una acción violenta, la concebimos como física, una no violenta como mental, o de palabra. ¿Por qué? ¿No sabemos cómo la violencia, especialmente la de género, también se ejerce a través de actos del habla, o a través de la elaboración de epistemologías que aniquilan ciertas subjetividades y grupos? Del mismo modo, no todas las acciones que implican el uso de la fuerza física, incluso las dirigidas contra otra persona, pueden definirse como violentas. Hay una gran ambigüedad e instrumentalización en el uso de estos términos, que creo que es necesario articular de otra manera.
Gracias Diego Skliar y Tinta Limón por este puente.
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